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Ilustración: Susón Aguilera |
El espectáculo ante sus
ojos adaptados a la penumbra era tentador, casi no podía contenerse. Su
instinto le pedía a gritos lanzarse al agua y atrapar alguna de las apetitosas
doradas que nadaban como locas en el tanque. Percibía que su presencia las
alteraba y este hecho provocaba que nadasen muy rápido, frenéticas, con un
punto de peligrosidad que las hacía inalcanzables, además, eran demasiado
grandes para su tamaño. Esta situación se venía repitiendo noche tras noche
durante las últimas dos semanas.
Esa noche iba a ser diferente.
Esa noche iba a ser diferente.
Nada más llegar y
cambiarse, sin apenas decir buenos días a sus compañeros, Ramón fue directo al
tanque de reproductores, sabía que algo pasaba con este lote y estaba
francamente preocupado. Apenas hacía un mes que había empezado su período de
puestas y estaban comportándose de maravilla, sin problemas, hasta que de
repente habían dejado de poner, hacía ahora ocho días.
No dio crédito a lo que vio al abrir la puerta, todos los peces estaban muertos. Atónito miró a un lado y a otro como esperando encontrar una respuesta pero estaba solo. Se oía el dulce caer del agua en la superficie, monótona y tranquila. Había un silencio extraño, era el silencio de la muerte. La sonda marcaba 100% de saturación en la pantalla del controlador. Ni siquiera había pasado el tiempo suficiente como para que la alarma sonase.
No dio crédito a lo que vio al abrir la puerta, todos los peces estaban muertos. Atónito miró a un lado y a otro como esperando encontrar una respuesta pero estaba solo. Se oía el dulce caer del agua en la superficie, monótona y tranquila. Había un silencio extraño, era el silencio de la muerte. La sonda marcaba 100% de saturación en la pantalla del controlador. Ni siquiera había pasado el tiempo suficiente como para que la alarma sonase.
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